Héroe

Uno 

Los últimos días leo con mayor intensidad «El Camino de Swan», primer libro de la ‘saga’ «En busca del tiempo perdido», de Marcel Proust. Esto me ha producido un intermitente cuestionamiento sobre mi infancia. ¿Qué juguetes tenía? ¿Cuál fue el primer libro que leí? ¿Qué sensaciones empezaban a desagradarme, las comidas, los olores, qué lugares frecuentaba, qué pensaba de mi futuro? ¿Pensaba sobre aquello? ¿Cuáles eran mis dibujos animados favoritos? ¿Quién era mi héroe, a quién admiraba o como quién quería ser? A esta última pregunta le tomé un cariño bastante paterno y lo acariciaba antes de acostarme.

¿Como quién quería ser yo cuando era niño? Entonces recordé las madrugadas en las que sin sueño sintonizaba en el canal 4 a Jacques Cousteau y su «mundo donde no sale el sol». En esos momentos, claro, yo quedaba hipnotizado frente al televisor, sin cuestionarme mucho sobre lo que veía. Recuerdo la traducción débil al español sobre el francés de los tripulantes del Calypso, de la misma manera se me viene la imagen de Cousteau, un anciano de nariz de iceberg, con chullo rojo de lana, polo de mimo, blanco y negro a rayas y un abrigo, seguramente, más pesado que él y sus no más de 70 kilos. Recuerdo la utópica profundidad del mar, la «azulidad verdosa» o viceversa, que mostraba la vieja cámara de esos tiempos, y alguna aventura sobre vivir por algo de un mes -talvez sea más- en una base bajo el mar. Y recuerdo aquella pregunta siempre tomada a la broma que me hacía cuando leí que a Cortázar le preguntó una señora: ¿Qué grandes acontecimientos le ha tocado vivir a usted? Ahora yo tengo una respuesta, que antes no sabía. Y sin duda es el Aqua-Lung o ‘Pulmón para agua’ inventado por Cousteau.

cousteau

Dos

(Borges decía que la memoria que eran espejos rotos dentro de nuestra mente. Es gracioso decirlo, pero seguro me falla la memoria, y no es precisamente así. Finalmente se entiende.)

Acabo de recordar -antes de ahorcar con el paréntesis a las palabras de arriba- que uno de mis juguetes favoritos, varios años después de haber visto a Cousteau en las profundidades de algún lejano mar, fue un buzo de maya negra con aletas, aqua-lung y lentes naranjas. Yo tenía nueve años, estaba en un hotel de Tacna y llenaba la tina para comenzar a jugar mientras me bañaba. Hacía olas dentro de la bañera, moviendo el agua hacia adelante, que luego volvía, y yo nuevamente golpeaba, y cuando había creado el caos total de mi océano imaginario, giraba la cuerda al Cousteau de plástico y lo sumergía, dejándolo suelto, moviendo sus piernas plásticas, en la peor Costa Verde que existe.

Pasado los años, en cuarto de secundaria, tenía en la mente varias profesiones, cada una más imposible que la otra, ahora que creo conocer mis habilidades y mis debilidades académicas. Comenzando por medicina humana y continuar los pasos de mi padre, pasando por estudiar artes plásticas y terminando en biología marina. Respecto a la última posibilidad persuadí a mis padres, me convencí a mi mismo y averigüé hasta el cansancio lo necesario y lo innecesario.

Cosas como que en el Perú sería casi imposible conseguir un puesto en algún lugar, que si lo conseguía sería en la Marina de Guerra y que si lo lograba esto se debía a la posible muerte, desaparición o despido repentino (y milagroso) de la sobrina de alguna conocida casi prima de mi madre que ocupaba el puesto de bióloga marina. Por último salir del país a costa norteamericana. Entonces desistí.

Sin embargo nunca me cuestioné por qué había elegido esa profesión, que debía ir seguramente más allá de mi pasión, bastante superficial creo yo, por el mar, los pingüinos y los barcos; aficiones adquiridas después de haber visto los documentales de Cousteau, mas nunca promovidas por mis padres -al igual que el arte o la creación literaria-.

Si tuviera que elegir un cuadro de la casa más grande que tuve sería el de una ola reventando violentamente, donde muchas veces me ahogaba mirándola. Si tuviera que elegir un juguete escogería dos: una escalera mecánica -como la de los centro comerciales- por donde subían incansables pingüinos, uno tras del otro; y aquel buzo naranja y negro de la bañera de Tacna. Si tengo que mencionar alguna revista que coleccionaba de niño diría que fue la de un pingüino llamado Petete -y que lo conseguía en el quiosco que todavía existe en la calle San Martín con la avenida Larco-.

Pero si tuviera que escoger a un héroe de mi infancia con la consciencia de mis 23 años, sería a Jacques Cousteau, por su ingenua influencia en la vida de un niño limeño que empezaba a ser insomne a los cinco años de edad.

Tres 

Si nos damos cuenta, incoscientemente, la influencia está también en el propio nombre de este blog: La oceanografía del aburrimiento.