Las otras tardanzas

abril 23, 2007

 

Llegó tres minutos tarde, disuelta en un cansancio respiratorio que entretenía a sus hombros levemente en una danza de arriba y abajo mientras tomaba asiento en la banca de madera frente a la barra del café. Fácilmente él pudo imaginarla de niña, la imaginación como un relámpago, y de pronto su vestido azul, sus zapatos de muñeca y un lazo. Se arrimó hacia su lado luego de sortearle una sonrisa por el saludo común, y le dijo, abriendo esos ojos color té que nadie más podría obtener: ¡mira lo que he encontrado! Y como si el misterio fuera el más grande que se haya descubierto aquel lunes de siempre, comenzó a separar las manos en cámara lenta al mismo tiempo que él asomaba la cabeza cuidadosamente. Está vivo, le dijo apresurada. Los dos ahondaron en un silencio profundo a causa de la sorpresa y el terror. Él le tiró una mirada que lo explicaba todo. Entonces repitió la frase en un susurro tenebroso. Está vivo. Volvió a ocultarlo entre sus manos. Debemos hacer algo.

Él, aparentando una tranquilidad imposible, se acercó a la encargada del café y después de una conversación corta regresó a la barra con un diario inservible bajo el brazo. El crucigrama está vacío, le dijo, ella asintió con la cabeza y apresuró una tijera con la que cortó la página, que fue doblada en tres partes y terminó en un bolsillo trasero. Toma, ahora envuélvelo con cuidado, hay que mantenerlo con vida hasta donde nadie nos pueda ver. ¿Pero el crucigrama?, preguntó. Ya lo guardé, luego nos ocupamos de eso, ahora no tenemos tiempo, tú sabes… Ella envolvió al futuro cadáver de tal forma que podría decirse que ninguna investigación rigurosa encontraría pruebas de tales movimientos. Luego se levantaron de la banca vigilando no haber sido observados, y salieron sospechando de una pareja empecinada en discutir. Discuten para distraernos, dijo ella. Avancemos rápido, le contestó, igual no podrán detenernos… nunca he confiado en gente de saco y corbata, da lo mismo, todos son sospechosos acá.

Ella lo siguió en silencio, de su bolso extrajo una corbata a rayas con el nudo hecho y se la colocó sobre la chompa delgada. ¿Por qué haces eso? Para que piensen que somos de los suyos. Él sonrió y apretó con firmeza el diario bajo su brazo teniendo la seguridad de contar con una cómplice inteligente. Apretó tanto que pudo sentir los latidos dentro de toda esa papelería de noticias dentro, y el miedo lo devoró de una sola mordida haciéndole la piel como una gallina. Los dos caminaban atentos de cualquier sospecha. ¿Tienes una cuchilla?, le preguntó explicando que las mujeres lo tienen todo en las carteras. Yo no soy de esas, le respondió alarmada, además no es necesario, allá inventamos una manera. Tienes razón,  contesto, a veces lo olvido.
Después de cruzar tiendas y tres semáforos en verde, ella preparó un arma nuevísima mientras iban hacia el acantilado. ¿Qué te parece? Déjame verla mejor. Ella estiró sus manos delante de él y estaban completamente vacías, muy limpias. Es perfecta, le dijo, pero sabes, falta una flor, eso falta, tú sabes… Sí claro, yo sé, tiene que morir con dignidad. Se apresuraron a un jardín público y cada uno arrancó una flor distinta. Este par está bien, ninguno de los anteriores murieron con dos flores diferentes. Sí, estoy de acuerdo, dijo ella, y se detuvo preocupada en medio de la calle, a pocos metros del acantilado. Seguro piensas que debemos…, preguntó él, y ella completó,…sí claro, debemos improvisar una canción de funeral. (A estas alturas habían dejado de sorprenderse que pensaran lo mismo y al mismo tiempo.) Pero no sé ninguna, lo juro, dijo él muy preocupado. Solo silbemos, y comenzó a  practicar una lista de melodías para la ocasión. Sí, sí, esa misma, esa está bien, le dijo él, esa es la correcta. Entonces se asomaron al acantilado, midieron la altura, él desenvolvió el papel periódico donde seguía latiendo con vida lo insospechable y comenzaron una melodía tristísima y mal sincronizada, él alargó sus manos para juntarlas con las manos blancas de ella, pero antes colocaron las dos flores encima del aún vivo.
Lo tiraron sin piedad, pero antes oyeron un grito, una amenaza que los reducía por siempre y sobretodo esa noche. Una voz muda, seca, terrible, espumosa. Es tarde, gritó, es tarde otra vez. Y murió desbarrancándose, titubeando en su caída, saltando, despedazándose por completo, latiendo rápido, y luego lento, y después nada. Un asesinato perfecto, todo parecería un accidente.
Él y ella, personas singulares, habían comenzado a comprender que las tardanzas no comienzan solo en la impuntualidad de la llegada; sino también en las largas despedidas, en la terquedad de no querer irse ni el uno ni el otro, en el olvidarse del tiempo para siempre. Esas eran otras tardanzas, y ellos no las podían controlar. Eran las peores. Luego del asesinato debieron estar felices, sin embargo sintieron que nada estaba aliviado por completo. Aún faltaban más relojes por tirar.